El individuo saca un muslo de pollo del tanque de basura, lo observa detenidamente y lo coloca con cuidado en el borde del contenedor. Registra entre los desperdicios en busca de cualquier cosa que pueda serle útil, una botella de ron vacía, un zapato con su cordón, un pantalón verde olivo sin las piernas, una lata de pintura la cual olfatea vaya usted a saber por qué, y así uno tras otro, lo hecha todo en el saco que lleva consigo, y parte, no sin antes recoger el muslo de pollo casi entero que le servirá de almuerzo, o tal vez de desayuno, no importa que sean más de las cuatro de la tarde.
Este es un “buzo” como cualquier otro de los muchos que deambulan por La Habana a cualquier hora del día o la noche, discuten el alimento a los gatos, y se calzan con lo que encuentran, por lo que pueden ser vistos con un mocasín en el pie izquierdo y un tenis en el derecho, da igual. Hombres que pasan de los sesenta años de edad, casi siempre solos, pero en ocasiones acompañados de quien podría ser la esposa, tratan por este medio de suplir la magra pensión que reciben después de toda una vida de trabajo.
Sería bueno lograr una entrevista con uno de estos personajes que ya forman parte de nuestro folklor, pero interrumpir a estas personas en plena faena sin ofrecerle siquiera una cajita de almuerzo cae en el plano de la desconsideración. Aunque la entrevista no pueda ser, en realidad los “buzos” merecen que la sociedad se ocupe de ellos, no al estilo del Caballero de París para que mueran encerrados en un hospital psiquiátrico, o víctimas de la aplicación del llamado “estado de peligrosidad”. No son locos ni peligrosos, tampoco agentes de una potencia extranjera que buscan el descrédito de las instituciones nacionales. Son cubanos que ya tocaron fondo.
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