El tema de la racialidad, o por mejor
decir, el tema del racismo en Cuba, es uno que nada tiene que ver con
capitalismos o socialismos y mucho menos con
siniestros intereses de persona alguna. Este drama, que no es un simple
tema, fue ignorado en la Cuba republicana con los mismos argumentos que hoy en
día esgrimen el gobierno y la prensa oficial cubana; el peligro de la
desintegración del cuerpo de la nación. Quiere decir esto que la lucha contra
la discriminación racial en Cuba no es algo que esté de moda, sino que data de
siglos.
Aunque el gobierno de turno se preste en
ciertas circunstancias coyunturales a emitir un discurso conciliador y tomar
medidas más bien tibias. Para nada incomoda que en la televisión nacional se
vean cada vez más rostros de tez oscura, o que haya aumentado el número de
representantes de la raza negra en los órganos del Poder Popular, esto se puede
considerar un logro de la lucha que llevan a cabo desde hace muchos años los
miembros de la sociedad civil no reconocida por el régimen, pero que así y todo
existe.
Errores, carencias –sobre todo de libertad-
y horrores, han plagado el camino de la solución a problemas no tanto heredados,
sino reasumidos por la nueva sociedad que ya es vieja y achacosa. Bajo la égida
de un partido político excluyente que no acaba de encontrar la solución al
racismo, ni a la improductividad de los campos, ni a las villas miseria, ni a
la baja industrialización, ni a la grosería y la mala educación imperantes; la
unidad nacional a ultranza es un atentado contra los ideales de José Antonio
Aponte, Evaristo Estenoz, Pedro Ivonet y los miles de hombres negros masacrados
en 1912.
Si el racismo, como alguien dijo, “es una
naturalización de la desigualdad entre las personas”, en Cuba sobran las
condiciones para que este mal perdure. La sociedad igualitaria promovida por
los comunistas fracasó hace mucho tiempo y mientras las personas de raza blanca
continúen como los máximos beneficiarios del poder económico y político, los de
raza negra seguirán en espera de que alguien se acuerde de ellos tranquilos, en
silencio, sin pronunciarse para que no los acusen de enemigos de la unidad y del
socialismo.
El discurso ambivalente de los gobernantes
cubanos y sus portavoces, plantea que hay que decirlo todo para poder superar
lo mal hecho, pero el que lo haga debe asumir las injurias oficialistas y
aceptar que a fin de cuentas, las cosas van a seguir así de mal porque el socialismo como sistema es más importante para
ellos que los cubanos como seres humanos y Cuba le pertenece a un grupúsculo de
ancianos y advenedizos que se encargarán de que nada cambie.
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