La Fuga.
Un profesor monta guardia en la puerta del albergue. Hace un
buen rato que está ahí, mordisquea una
galleta y le arroja las migajas a las gallinas que escarban en el polvo. Se
aburre.
Cuando le paso por el lado con el pequeño bulto al hombro,
me mira sin interés y entonces pregunta:
-¿A dónde vas?
-Para mi casa. –digo. No dice más, ni yo tampoco. No hace
falta.
El Campo.
Tres días lloviendo sin parar. Eso es bueno…, y es malo.
Malo para la zafra porque la caña pierde azúcar si le llueve en este tiempo,
los cortes se paran y después habrá tanto fango que las carretas no podrán
entrar en el campo.
Bueno para nosotros que al parecer vamos a graduarnos de
macheteros adolescentes a pesar de venir todos o casi todos, de “la placa”,
esto es; del asfalto, del ruido, de la contaminación y las guaguas llenas.
Cuando regresemos a la escuela nos darán unos repasos para volver a conectarnos
con los estudios. Todos los años es lo mismo.
La lluvia sigue, tranquila, sin viento ni truenos. Vamos al
comedor envueltos en colchas, toallas y con el inseparable sombrero encajado
hasta los ojos. La nave de madera con techo de guano y piso de tierra respeta
la arquitectura de los barracones de esclavos de la época colonial.
La comida, vegetariana, excepto por la presencia casi
permanente del huevo en el menú, y ocasionalmente, algo de carne enlatada que nadie
sabe porque razón se le llama “rusa”, si a veces viene de china.
Del comedor, nuevamente a la barraca, aburridos hasta casi
morirnos de las mismas fantasías eróticas en las cartas a la novia, la que
después de tanto tiempo ya ni debe acordarse de uno, de los juegos de barajas y
cubilete, de los mismos libros vueltos a leer y de las mismas conversaciones
sobre el clima, la pelota y La Habana. Pero así y todo, felices, como Noé en su
arca, secos y ociosos entre mosquitos, ratones que juegan en los palos del
techo, alacranes y demás bichos campestres.
Quienes peor la pasan en la zafra, son los homosexuales, los
largos meses de abstinencia se les hacen insoportables y algunos jóvenes
depravados, afanosos de hacer méritos, les tienden celadas para que los
expulsen de la escuela; porque además de buen estudiante, hay que ser macho y
revolucionario. Todos los años cae alguno y la noticia corre entre los
campamentos con la mayor cantidad de detalles posible. Cuando llega al último,
ya no se trata de un simple asaltante de portañuela, sino de toda una orgía
donde hasta algún profesor puede verse envuelto.
Otros simplemente se “rajan”, tanta mierda cansa, a veces se
llega a odiar hasta el canto de los gallos porque dentro de un rato el Jefe del
campamento dará el “¡de pie!”, cualquiera diría que lo disfruta; y dale a
ponerte la ropa fría y sucia, y pasar por el comedor con los ojos lagañosos a
tomarte el mejunje caliente que hace las veces de leche. El trozo de pan es
para después, ese se come con guarapo y te puedes hacer la idea de que es una
panetela borracha.
Una vez en el cañaveral ya es otra cosa, de madrugada cuando
sacudes una caña, te deja caer una lluvia fría que dan ganas de fajarse, a esa
hora el sol que empieza a calentar es el mejor de los amigos, aunque cuatro
horas después no haya donde esconderse, con tanto calor que hasta el sudor se
seca y la camisa apestosa cruje como si estuviera almidonada.
Ya es de noche y dejó de llover, pero todavía mañana no es
posible trabajar. Se puede coger el día para bañarse en el río, no importa que
las vacas dejen caer su baba cuando toman agua y se meen impúdicamente en la
orilla, de todos modos es una pretensión llamarle río a esto que en algunos
lugares se cruza de un salto.
El Principio.
En realidad estoy aquí en contra de mi voluntad; mis padres
lo decidieron, me pidieron que eligiera entre varias escuelas y no se me
ocurrió decir “ninguna”. Con eso quizás me hubiera librado de la beca y sus
zafras del pueblo, pero en aquel momento no había mucho espacio para la
vocación ni las opiniones discrepantes.
Algunos amigos del barrio también se becaron, a otros los
cogió el Servicio Militar Obligatorio, pero son más los que se han ido del
país. En cada salida de pase el grupo se ve reducido, las desapariciones no se comentan
debido a una especie de código que de forma tácita, hace que no se hable de los
ausentes. Por último, ya no se celebran las fiestas con ponche de los fines de semana, ahora los sábados vamos
a clubes nocturnos y los domingos a los bailables
en el “Lumumba”. Hemos crecido y nada va
a volver a ser como era antes.
Por el camino algo se rompió que nos ha vuelto cínicos y con
ínfulas de intelectuales, está de moda hacerse el maduro y, aunque todo el
mundo anda en botas y los Beatles se oyen a escondidas, discutimos sobre la
invasión soviética a Checoeslovaquia como si fuéramos catedráticos.
Un grupo organiza un juego de pelota, otros se reúnen
alrededor de un tablero de ajedrez y tres o cuatro aprovechan para lavar. Mi ropa sucia se quedó debajo de la
litera. En el bulto llevo el machete que me acompañó durante más tres meses y
una camiseta enguatada para ponérmela en el tren si hace frío por la noche.
Atrás queda Camagüey
y su paisaje liso y monótono, las
manos llenas de ampollas y los machetazos auto infligidos para coger unos días
de descanso. Después de todo el “tren lechero” no es tan incómodo como parece.
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