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Cuenta la historia que los hombres, al no
poder explicarse los fenómenos naturales que los afectaban a diario, comenzaron
a atribuirlos a seres sobrenaturales que manejaban los acontecimientos a veces
con arreglo a leyes y otras un poco caprichosamente. La creencia en la
existencia de un Dios, o dioses, acompañó al hombre desde sus orígenes más
remotos. De una forma natural se dio cuenta que nada ocurría por gusto o de
casualidad, que todo obedecía a leyes que él mismo podía utilizar pero no
cambiar.
Con la llegada de las ideas materialistas y
la negación de Dios como ser supremo, algunos buscaron la respuesta a sus interrogantes en las
ciencias, la filosofía, la economía o la política. Entre estos, entrados ya en
la modernidad del siglo XIX, aparecieron los marxistas, con un despliegue
exuberante de la imaginación que les permitió reunir en una masa heterogénea;
corrientes filosóficas de la época, doctrinas económicas, el darwinismo como
último grito de las ciencias naturales, y mucho odio.
El cristianismo fue, junto a los ricos, el
objetivo principal de la nueva cruzada. Pertrechados con el Manifiesto Comunista como evangelio y
El Capital como biblia, los comunistas, máxima expresión del materialismo, irrumpieron en el escenario mundial como una
religión más, haciéndose poco a poco de su propio panteón de santos y mártires,
sus lugares de peregrinación y hasta sus propios dogmas eclesiásticos y normas
de derecho canónico.
La nueva religión, se ha aprovechado de la
falta de espiritualidad del hombre moderno y su deseo de satisfacer los
apetitos más egoístas aquí y ahora. Con el comunismo todo el mundo se convierte
en “hermano lobo” en busca de la felicidad terrenal y cualquier medio queda
justificado. El problema consiste en que cuando ya se ha despojado a los ricos de todo lo que tenían, los pobres
son aún más pobres.
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