Cuando se fue del pueblo estuvo mucho tiempo sin ser visto.
Dejó la puerta abierta. El perro, amarrado a la mata de mangos del patio, ladró
hasta que lo soltaron bien entrada la noche, quedó ronco y podría decirse que
un poco avergonzado también, no son muchos los casos en que un amo deja al
perro abandonado a su suerte.
Dejó de trabajar cuando cerraron la fábrica de ladrillos, los
últimos meses ni siquiera se tomaba el
trabajo de buscar empleo, los vecinos lo ayudaban como podían y de esta forma
mal vivía. Eso sí, Cuco era respetuoso con todos aunque no servía de mucho en
realidad, toda su vida no hizo más que hornear ladrillos, desde que era un niño
su padre le enseñó lo que constituía la herencia familiar. Cuatro generaciones
habían pasado por la pequeña y calurosa nave cubierta de polvo rojizo.
Cuco empezó barriendo el lugar, trabajo que realizó hasta
que tuvo fuerza suficiente para
arrastrar las carretillas de barro que los operarios amasaban y moldeaban. Después,
hornear los ladrillos, todos iguales a los utilizados en las casas del pueblo.
Los edificios públicos y algunas casas señoriales, por ser
más antiguos, están construidos con piedra extraída de una cantera cercana, que
se inundó hace años. Cuando el agua inundó la cantera, en el fondo quedaron las
herramientas y unas cuantas decenas de indios y negros que allí laboraban.
Dicen que el capataz que los dirigía tampoco tuvo tiempo de salir porque todo
fue de repente.
El horno era la parte mágica de aquel taller, en él se
decidía el resultado de todos los demás esfuerzos, si la temperatura no era
suficiente, o se pasaba, todo habría sido un desperdicio, por lo que el
encargado de esto era el maestro en persona, con un ayudante capaz de resistir
sin desmayarse catorce horas junto al fuego.
Al principio, pareció que el cierre no lo afectaría
demasiado, de todos modos no había tenido hijos a los que enseñarles el secreto
del oficio. Con lo ahorrado podría comprar un terrenito y dedicarse a la
siembra de hortalizas, o quizás a criar puercos, la fábrica de conservas
pagaría bien. Pero no, nadie sabe qué pasó, ni hortalizas ni puercos, solo un
deambular con pasos cortos y arrastrar de pies, a cada saludo respondía con un
movimiento de cabeza, ni siquiera salía de su boca algún socorrido comentario
sobre el estado del tiempo, a lo cual antes era aficionado.
Primero fueron simples rumores, cuentos de viejas o de gente
aburrida, pero después fueron más los que decían haberlo visto, hasta que la
imagen de Cuco en cueros paseando por los montes cercanos, se hizo parte del paisaje. Al cabo del tiempo ya nadie hablaba de ello,
¿qué tenía de extraño?
Por su parte, Cuco consideraba el hecho de andar en pelotas como el acto más importante de su vida, la
liberación total de siglos de convencionalismos. El no trabajar y andar tal
como nació, era su realización, toda la filosofía de la vida se resumía en esto;
la búsqueda del Santo Grial, la respuesta a quién soy, de dónde vengo y a qué
vine a este mundo, estaba ahí, en la sencilla desnudez de un loco desempleado.
El cura del pueblo ponía a Cuco como ejemplo de buen
ciudadano, los maestros enseñaban a los niños a respetar su figura desgarbada y
sucia. A veces podía verse como si estuviera retoñando. Ya fuera producto de la
imaginación de gentes tan simples, o de
su contacto extremo con la naturaleza, lo cierto es que de lejos, el color del
cuerpo arrugado y áspero se confundía con el de los matorrales, sobre todo
cuando se quedaba parado por largas horas al sol, sin moverse, con el pelo enredado que parecía tomar vida con el viento.
Solo el perro, ya viejo, subía a visitarlo cada día, hasta
que no se supo más de ninguno de los
dos. La Asamblea Municipal, por votación unánime, decidió declarar intocable el pequeño monte.
Cuco sacudió sus hojas estremecido al presentir la cercanía
de la tormenta. Los pájaros callaron en sus nidos y en la distancia, se oyó un
trueno.