Estaba asustado, no veía nada en derredor y esa gente lo
había dejado en medio del monte. Salió bien, en algún momento pensó lo peor,
cuando vio que el moderno automóvil de fabricación china cogía carretera en vez
de dirigirse a la 7ma. Unidad de la P.N.R. Al menos fue lo último que oyó decir
a un oficial cuando lo montaban en el carro, esa unidad la conocía bien, en
ocasiones la jefatura de La Lisa no aceptaba
que la Seguridad del Estado dejara detenidos allí sin dar explicaciones, las
palabras mágicas eran, “interés de la C.I.”.
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Decidió no moverse de ahí hasta que amaneciera y se acurrucó
al lado de un árbol. De vez en cuando se escuchaba a cierta distancia una
letanía de ladridos nerviosos, siempre empezaba el mismo perro y los demás lo
seguían como en un coro. Se quedó dormido.
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Había sido un día difícil, fueron a buscarlo al amanecer y
lo soltaron como a las siete de la noche, a las nueve volvieron a buscarlo, la familia protestó, preguntó
para donde lo llevaban, no les dijeron que era para darle el paseo más largo de su vida. No
sabía por dónde iban, pero lo que veía cuando se atrevía a levantar un poco la
cabeza era campo. Él mismo se sorprendió cuando se oyó preguntar. -¿Ustedes me
van a matar? La respuesta fue tajante y ambigua, –Nosotros no tenemos que
matarte.
No se habló más durante todo el viaje, cuando al fin le
dijeron que se bajara en aquella oscuridad, por poco se desmaya, ni luna había,
pero cuando los vio alejarse se sintió más aliviado, a fin de cuentas no lo
mataron.
Ya amanecía y poco a poco distinguió los matorrales que lo
rodeaban y el sendero donde lo habían dejado, vio una cerca y oyó voces, gritó,
y unos campesinos fueron a su encuentro. -Este no es de por aquí, pensaron.
-¿Qué tú haces por acá muchacho?
- Anoche me trajeron en un carro del G-2 y me dejaron aquí.
Como estaba tan oscuro no sabía para donde coger y me quedé dormido ahí mismo.
-Lo mejor que hiciste, los guardias de la vaquería le tiran
a todo lo que se mueva de noche.
-¿Cómo voy para La
Habana? Las piernas le temblaban mientras se dirigía a la carretera y en la cabeza
le daba vueltas el letrero que iba a pintar en la pared de la bodega en cuanto
llegara al reparto. Sus letreros son conocidos en la zona, posiblemente sea el
único en Cuba que los firma con su nombre.
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Cualquier cosa sirve para pintar un cartel, una tiza, un
pedazo de carbón, un poco de chapapote, cal, y hasta con mierda se pinta si hay
algo que decir. En este barrio siempre hay algo que decir; cuando no es un
apagón, es un derrame de aguas albañales, o dos semanas sin recoger la basura,
o el único carro que tiene la ruta de ómnibus que entra al reparto no pasó,
alguien dice que el chofer no fue a trabajar hoy, pero otros dicen que estas
guaguas están muy viejas, que cuando llegaron aquí ya estaban descontinuadas en
Corea.
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-Le ronca como hay que caminar, deja ver si ese camión me
para, porque a muchos choferes no les gusta recoger pasaje en la carretera. Algunos
cobran el viaje a peso o a cinco pesos, hacen el día y de paso le resuelven al que está embarca’o. Estoy de
suerte, va a parar.
-Buenos días.
-Buenos días, ¿hasta dónde vas?
-Hasta La Habana.
-Sube, yo llego hasta 100 y Boyeros.
-Coñó, que suerte, voy a llegar más temprano de lo que
pensaba.
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-¿Dónde te metiste?
-Tú dirás, dónde me metieron, eso no está en el mapa.
-Aquí dijeron que estabas en La Lisa.
- Que Lisa ni que ocho cuartos, ¿tú no sientes la peste que
traigo?
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En este barrio viven unas pocas familias con muchos
miembros, a medida que los muchachos crecen y se casan, construyen como pueden
habitaciones en los patios o en las azoteas, con el pasar de los años parecen
condominios destartalados fabricados con los materiales que aparezcan. Pueden
verse paredes de ladrillos y bloques sin repello, otras con mejor suerte ya
repelladas, pero sin pintura, y por encima de todo eso, los palomares le
disputan el espacio a las tendederas.
El olor a chícharo tostado, cochiqueras y fosa desbordada,
hacen que este barrio se parezca a cualquier otro de la periferia de la capital
con sus calles sin pavimentar y los niños correteando descalzos, pescando
renacuajos, hembras y varones desnudos
de la cintura para arriba y sucios hasta no vérseles las caras.
Aquí nació y se crió Raudel, sus padres le pusieron este
nombre por aquello de la idolatría revolucionaria, hoy no hay un día que no
repitan como un mantra el nombre de cualquiera de los dos hermanos acompañado
de alguna imprecación.
En este ambiente surrealista corrió descalzo, fue pionero, y
el mismo día que se le cayó el primer diente dejó de recibir la cuota de leche
normada. Esta experiencia de pérdida simultánea lo marcó como un inconforme
crónico, quizás no sabría nada de justicia o derechos, pero algo dentro de él
le decía cuando mostrar su inconformidad. Nunca se resignó con haber perdido
aquel diente, por más que le explicaron que después le saldría otro mejor, más
fuerte y duradero (en esta familia no se conoce lo de la almohada y el
ratoncito obsequioso). El tiempo le dio la razón, los nuevos dientes salieron
algo torcidos y a los veintitantos ya le faltan algunos.
Raudel aprendió rápido en la escuela, la aritmética no era
su fuerte, pero a la hora de leer y escribir se lucía, ya desde segundo grado
hacía composiciones, si le caía en las manos un creyón de labios había que
fregar las paredes por donde pasara. Así conoció de la emoción que brinda el
grafiti, no importaba lo que escribiera, siempre provocaba disgustos, desde ese
tiempo decidió firmar sus carteles murales como cualquier artista, aunque su
fama no pasara de 100 y Aldabó.
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El muro de la escuela amaneció pintado, la pared de la
bodega también, al parecer a mitad de la tarea se acabó el mercurocromo y
terminó con violeta de genciana. Raudel juega a la pelota con algunos niños de
la cuadra, saluda a un vecino, y un carro patrullero pasa lentamente evitando
los baches.
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Allá en Pinar los serenos de la vaquería se mantienen
atentos, nadie sabe cuándo pueden aparecer
los matarifes.